domingo, 1 de septiembre de 2013

PERUANOS UNIVERSALES: El esplendor de Rosa de Lima


Domingo Tamariz Lucar
ESCRITOR Y PERIODISTA

Foto: Andina.
ISABEL FLORES DE OLIVA nació el 20 de abril de 1586 en la ciudad de Lima, cuando la capital del Perú apenas albergaba a unos 20,000 pobladores. La ciudad era tan pequeña que la mayoría de sus vecinos sabía quién era quién.

En ese entorno, Rosa de Lima y Fray Martín de Porres –siete años mayor que ella– quizá pudieron conocerse, pues él vivía a una cuadra del santuario y ambos vestían el hábito de los terciarios de Santo Domingo. Fue hija de Gaspar de Flores, arcabucero de la guardia virreinal, natural de Puerto Rico, y de la limeña María de Oliva. Recibió el bautismo en la Parroquia de San Sebastián, que cuatro siglos después aún sigue en pie.

Se la bautizó con el nombre de Isabel, pero a las cinco semanas –cuenta la historia–, estando en la cuna, su rostro se iluminó, lo que hizo recordar a una rosa. Tan sorprendida quedó la familia, que desde entonces mamá María la llamó Rosa.

En 1596, cuando tenía 10 años, su padre dejó la plaza de arcabucero y aceptó la administración de un obraje en Quives, en la serranía de Lima. Allí fue confirmada por el arzobispo de la capital, Santo Toribio de Mogrovejo, quien estaba de visita pastoral.

Son los años que algunos historiadores llaman la “etapa oscura” en la biografía de la santa, y que corresponde precisamente a su infancia y adolescencia. Según Luis Millones –historiador y antropólogo peruano–, esa pudo ser la etapa más importante para la formación de su personalidad.

Millones basa su hipótesis en que la niña vivió cerca de un asiento minero y, probablemente, fue esa vivencia –la visión cotidiana del padecimiento de los trabajadores indios– la que motivó en Rosa su preocupación por aliviar las enfermedades y miserias de los desheredados. A su padre no le fue bien en el trabajo de administrador, y en esa circunstancia la familia se vio urgida de retornar a Lima. La niña volvió convertida en una doncella –así llamaban antiguamente a las jóvenes solteras–. De físico agraciado y rostro bellísimo, lejos de periquearse –como cualquier chica de su edad–, optó más bien por estropearse la cara. Solía restregarse la piel con pimienta para verse fea y no ser motivo de tentación para nadie. Lo mismo hizo con sus manos –que las tenía muy tersas– y sus dedos, que eran muy finos: las hundió en cal viva para dañarlas.

Trabajaba de día cuidando enfermos y atendiendo menesterosos; en la huerta de su casa, ayudada por su hermano Hernando, construyó una celda o ermita de adobes, donde se recogía para orar y meditar. En tanto, de noche cosía para colaborar en el mantenimiento del hogar. Se afirma que solo dormía dos horas y que acostumbraba hacerlo en camas que parecían más instrumentos de tortura que muebles de descanso.

Estaba feliz con su destino, y jamás hubiese intentado cambiarlo si sus padres no hubieran querido inducirla a casarse. Rosa se opuso a ese deseo tenazmente durante varios años y, finalmente, hizo votos de virginidad para confirmar su resolución de vivir consagrada al Señor. Los tres últimos años de su vida los pasó en casa de don Gonzalo de la Maza, un empleado del gobierno cuya esposa le tenía particular cariño. Allí enfermó de un mal desconocido que le causaba intensos dolores. Pasando el tiempo arreció el mal y, exclamando “¡Jesús, Jesús sea conmigo!”, expiró. Era el 24 de agosto de 1617. Contaba apenas 31 años de edad.

A su sepelio concurrió prácticamente todo Lima. Los más altos prelados de la Iglesia y los oidores cargaron su ataúd, honor que solo hacían cuando moría un arzobispo.

Muy pronto empezaron a conocerse sus milagros y, paralelamente, su fama fue creciendo en todo el mundo. No obstante esa devoción que despertaba Rosa de Lima en todas partes, el papa Clemente X guardaba dudas sobre su canonización, por lo que exclamó: “¿Santa y limeña? Solo un milagro podría convencerme”, y en ese momento empezaron a llover pétalos de rosas.

En esa ventura, fue canonizada por este papa el 12 de abril de 1671, en Roma. Se constituyó así en la primera santa americana y Patrona del Perú, América y las Filipinas.

Ha recibido innumerables honores en todo el orbe; tantos que consignarlos demandaría varias páginas. Solo me limitaré a decirles que, además, es patrona de las Fuerzas Armadas de varios países y de la Policía Nacional. En las artes, ha sido motivo del canto de José Santos Chocano y de la pintura de Sérvulo Gutiérrez, quien, en un rapto de inspiración, llegó incluso a dibujarla en la pared de un cafetín en una noche de bohemia.

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