Juan Carlos Taffur
Sin duda, asociar cierto grado de locura al poder no implica un descubrimiento particularmente sorprendente. En el caso específico de Alan García, que un funcionario diplomático informe a su sede principal que es ególatra y narcisista, no revela mayor acuciosidad.
En esta edición consignamos opiniones algo más profesionales respecto de la personalidad presidencial. Pero igual, no somos tan incautos de suponer que arrojamos luces sobre aspectos sombríos del personaje.
Cualquiera que conozca más o menos a la fauna política concluirá casi lo mismo. Salvo excepciones, los sujetos que aspiran al poder político suelen ser desconfiados, narcisistas y, por lo general, con virtudes bastante alejadas de las que sus inflados egos creen.
De inteligencia apenas por encima de lo normal, en la mayoría de casos bastante ignorantes, poco perspicaces para registrar matices, pero eso sí, con una autoestima superlativa, quizás sin esas características no tolerarían los contínuos chascos que sufren. En otras palabras, que García, Chávez o Bush, o cualesquiera otro gobernante, ande mal de la azotea nos parece políticamente irrelevante, aunque sea, por cierto, un tema legítimamente periodístico.
Lo que sí es necesario extraer de conclusión es que el solo hecho de que los políticos tengan su GPS interno algo averiado y de que, además, el poder sea una de las drogas más adictivas, que afecta el buen juicio y funciona como disolvente moral, obliga, exige, impone la necesidad de que las democracias construyan sistemas eficaces de contrapesos.
Y no basta que exista un Poder Judicial independiente, organismos públicos autónomos o sistemas de control financiero. Aparte de ello, es condición indispensable para evitar que la locura del poder afecte a la sociedad en pleno, que se garantice la total vigencia de la libertad de prensa.
Más que litio o Prozac, la democracia peruana requiere de instituciones democráticas. Que García esté trastornado o no, y en qué medida, será materia de chismorreo que, salvo algunos pacatos que discreparán, creemos que es válido discutir y escudriñar. Lo relevante es que su eventual psicopatología no pueda desplegarse a sus anchas. Ni la de él ni la de ningún futuro ocupante del sillón de Pizarro.
El poder político tiende a crecer y hacer metástasis. Y en sociedades cortesanas como la nuestra suele no haber mecanismos de defensa que lo refrenen o impidan. Eso es lo preocupante. El diván presidencial solo interesa en la medida que sus decisiones no lo afectan solo a él o a su entorno, sino a todo un país.
Fuente: Diario16
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