miércoles, 29 de mayo de 2013

Manu: Irresistible contacto con el paraíso


  • Suplemento Lo Nuestro te cuenta un viaje soñado
Karina Garay

Reserva Nacional del Manu. Foto: Carlos Lezama.
Lima, may. 29 (ANDINA). Los territorios que albergan el Parque Nacional del Manu muestran una biodiversidad sin parangón, un encuentro con la naturaleza que dejará más que extasiado a quien recorra este paraíso enclavado entre Cusco y Madre de Díos. El suplemento Lo Nuestro del diario El Peruano vivió una experiencia increíble.

El motor fuera de borda ronca a sus anchas cuando acelera en medio de las aguas terracota del gran río Manu. Por momentos parece reír a carcajadas, como lo hace siempre su capitán: el buen Eustaquio CahuaniriYotoni, quien si no está cantando, está riendo.

De figura gruesa y gesto retraído cuando nos conocimos, lo suyo era solo una mímesis con la naturaleza que resguarda desde hace tres años. Tal vez ensayaba ser un oso de anteojos, como el que se encontró hace cinco años don Lucho Huanca Quispe, otro guardarque, quien lejos de huir despavorido lo enfrentó con la mirada por nada menos que diez minutos. 

Que tal aguante, decimos mientras reímos en la camioneta que ahora él conduce y nos introducirá en ese paraíso con el que sueñan investigadores y algunos turistas: el mítico Parque Nacional del Manu, donde más adelante veremos en acción a Eustaquio y su bote 'Fórmula 1'. 

Entrar en esta área protegida por el Estado desde hace 40 años –que se cumplen exactamente hoy– no es cosa de ir a la vuelta de la esquina. Será un viaje largo y por momentos agotador debido a la complejidad de su territorio, un reto sobradamente recompensado. 

Cusco es nuestro punto de partida, región que junto a la de Madre de Dios han cedido parte de su territorio para crear esta importante zona de extrema riqueza biológica, debido, entre otras razones, a sus 13 pisos ecológicos, que van desde la gélida puna central (3,800 m.s.n.m) hasta el destellante llano amazónico (300 m.s.n.m.). 

Mientras dejábamos atrás el lado más internacional de la ciudad imperial, aprovechábamos cada cierto tiempo para retratar el infinito horizonte de la sierra, donde aún reina tímidamente el majestuoso Ausangate. Instantes mágicos matizados por las historias de don Lucho, nuestro capitán en tierra. 

Paisajes de ensueño
Exlicenciado del ejército y desde hace 27 años guardaparque del Manu, relata que en el pasado los peligros a enfrentar tenían nombre y rostro de taladores y cazadores furtivos. 

“Ahora ya no. Nuestro trabajo mayor es con las comunidades y es difícil porque algunos piensan que les vamos a quitar sus tierras. Si les pedimos que dejen de hacer algo siempre preguntan ¿y qué me va a dar el parque? Felizmente están entendiendo que deben cuidar lo que hay dentro”, comenta con cierta resignación. 

Después de más de 10 horas cuesta abajo, respirando y disfrutando los diferentes pisos del Manu, llegamos a la llanura amazónica, boyante y salvaje. Buscamos Salvación, uno de los siete puestos de control y vigilancia del Servicio Nacional de Áreas Protegidas por el Estado (Sernanp), desde los cuales se monitorea y cuida el 1'716,295,22 hectáreas de territorio que tiene el Manu. 

Unos minutos más de camino sobre tierra y estamos en Santa Cruz, el siguiente puesto de control, donde conoceremos al gran Eustaquio y su bólido flotante, sobre el cual iniciaremos una singular aventura por el Río Alto Madre de Dios. 

Durante el trayecto es imposible no conmoverse con los paisajes de ensueño que la naturaleza despliega ante nosotros. El color del cielo cambia con el paso de las horas mientras las nubes de descuelgan, voluptuosas e irreverentes, sin dar tregua a nuestra imaginación. 

Avanzamos y vemos a lo lejos algunas poblaciones de colonos y nativos que viven a la vera del río. 

Cuando empezaba a asomar la sonriente luna que nos acompañó durante todo el viaje, llegamos al albergue Refugio Romero, con nuestros sentidos adormecidos de tanta emoción sin artificio. La naturaleza no necesita nada más que ser ella misma para estremecernos. Quien no lo haría si puede ver estrellas tan nítidamente que hasta dan ganas de robarse una.

El rancho esta listo 
El día de los guardaparques comienza de noche. Son las 4 de la madrugada y ya caminan casi levitando para no despertar a los forasteros. Van en busca de lo que será nuestro humilde desayuno. Un tremendo plato de arroz con lentejas y un soberano huevo frito tomando el Sol se impone como primera comida.

Horas después entendemos la dimensión de tanto desbande gastronómico. Las labores en la selva son como ella misma, salvajes, sobre todo a nivel físico, como puede dar fe Domingo Chiririni, de sonrisa perpetua, quien tuvo que empujar el bote muchas veces al encallarse en las fangosas tierras del río, con el riesgo de ser atacado por una raya o lagarto. 

Valeroso y de ojos chispeantes, como los demás matsiguenkas que son guardaparques del Manu, empezó siendo voluntario. Viene de Yomibato, una de las dos comunidades nativas ubicadas en la parte más distante del parque. Pensó quedarse tres meses y ya lleva tres años echándole cuerpo, manos y pies al asunto; sobre todo esto último, pues a diferencia del resto, disfrutaba como nadie andar descalzo todo el tiempo. 

Nos dirigimos a la cocha Otorongo, de una tranquilidad insospechada y una vegetación que subyuga. Nos topamos con un ejemplar de lupuna, un árbol descomunal, de 40 metros de altura, que demanda más de 20 hombres para poder circundar su hermoso tronco de 300 años. Un poema en medio de la nada, como lo fue también el avistamiento de lobos de río en la cocha Salvador. 

Epopeyas silentes
La tarde cae y Eustaquio, quien ha sido tantas cosas, entre ellas profesor, nos comenta que la vida en el Manu impone también retos emocionales. Estar lejos de la familia no es fácil. Sin embargo no se arrepiente, pues ama dar charlas de educación ambiental. Le ayuda hablar matsiguenka y quechua. 

“De mis abuelos aprendí que la naturaleza es parte nuestra. Una vez que el bosque desaparezca nosotros también podemos desaparecer. El hombre es naturaleza y debe cuidarla para sobrevivir”, sentencia otra vez con cara de oso. 

Llega la noche y con ella una lluvia que nos acompañará todo el día siguiente camino de vuelta. El cielo llora y nosotros de alguna manera también. No vimos al Jaguar y eso dicen es una invitación a volver.

El Parque Nacional del Manu no es solo la guarida predilecta de desafiantes cocodrilos, hiperactivos monos y aves de todo plumaje que nos encandilaron durante seis días de travesía. Es también un sitio ideal para sentirnos parte de ese todo del que alguna vez fuimos y que en travesías como ésta podemos rememorar desde el corazón. Feliz cumpleaños querido Manu.

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